Como cualquier fiel seguidor de la fe de los Crying Grumpies sabe, en este blog somos muy aficionados al Gótico Americano en cualquiera de sus manifestaciones. Ya sea en el pantanoso profundo sur, en los pueblecitos de Maine, en las arenas de Texas o en el lado más tenebroso de la soleada California, gozamos con esa otra versión de la tierra prometida, de sus frikis, del lado oscuro del sueño americano: viejas tradiciones, viejos caserones y personajes que viven al margen de la sociedad normal. De todo esto, y de algunas cosas más, escribió Shirley Jackson en Siempre hemos vivido en el castillo.
Norteamérica, primeros años 60. Mary Catherine Blackwood tiene dieciocho años y vive junto a su hermana mayor, Constance y su anciano tío Julian en la vieja mansión Blackwood, a las afueras de un pueblo cualquiera de Nueva Inglaterra. Siete años antes, ocurrió algo trágico, sus padres y su hermano pequeño, así como la esposa de Julian, murieron envenenados por arsénico. Constance fue acusada del crimen, pero absuelta. Al tío Julian le quedaron secuelas mentales y físicas y Constance no volvió a salir de la finca familiar. Por su parte, Mary Catherine, Merrycat, vive feliz, en su mundo, con su gato y sus rituales brujeriles, solo estorbada por los viaje, dos veces por semana, al pueblo, donde sufre las burlas y el rechazo de la gente normal. Cuando el mundo exterior irrumpe en el pequeño universo familiar, la acción se desencadena.
Siempre hemos vivido en el castillo es una novela breve, apenas ciento veinte páginas, sobre el otro, sobre el raro. Rechazados por la sociedad normal, lo que queda de la familia Blackwood vive feliz. A medida que avanzamos las páginas, nos resulta difícil no simpatizar con Merrycat, del modo de vida de la familia, de las viejas costumbres de los Blackwood, del inmovilismo en el que todos los días son iguales al anterior y los muebles y objetos permanecen en su sitio para siempre. Y todo ello, a pesar de las sospechas sobre ella que enseguida asaltan al lector sobre qué pasó aquella infausta noche. Aun así, resulta un personaje fascinante, con una voz propia e inimitable, llena de una peculiar poesía, parte salvajismo infantil, parte brujería simpática, llena de amuletos y rituales, y parte ese lado oscuro que se hace patente ya en las primeras páginas. Y en el otro lado, los otros, la gente normal, los antagonistas de esta historia, aquellos que no entienden el peculiar modo de vida de las hermanas Blackwood; por su incomprensión y su crueldad se hace difícil no simpatizar con Merrycat ni considerar el final de la novela como un final feliz, de una manera retorcida.
Y es que del rechazo de la comunidad al extraño sabía mucho la autora de la novela, Shirley Jackson. Ella y su marido, judíos con carrera de Nueva York sufrieron en sus carnes el antisemitismo de sus vecinos en un pueblo de Vermont. También sabía un rato largo de gótico americano, no en vano su otra obra más conocida, el cuento La lotería, es una de las cumbres del género. Y, tristemente, también sabía de desordenes mentales, cuando murió en 1965, tres años después de la publicación de Siempre hemos vivido en el castillo, víctima de un infarto, ya hacía tiempo que se negaba a salir de su habitación, víctima de varias enfermedades mentales, entre ellas la agorafobia.
La huella de la última obra de Shirley Jackson es duradera; autores tan diferentes como Neil Gaiman, Stephen King o Jonathan Lethem se han declarado fans de la novela. El ambiente decadente, la celebración de lo raro o Nueva Inglaterra como escenario inquietante son algunas de las lecciones que los anteriormente citados aprendieron de esta obra. En fin, la historia de las hermanas Blackwood, unas hijas de Bernarda Alba sin Bernarda Alba encantadas de serlo, deja huella, de estilo aparentemente fácil, la novela se lee en un periquete. Parece dulce, pero esconde algo más. Como si de unas uvas aliñadas con arsénico se tratara, vamos.