F A R G O : La muerte viste de blanco

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En 1995, los hermanos Joel y Ethan Coen estrenaron Fargo, una pequeña obra maestra (aunque menor en el arsenal filmográfico de estos monstruos) del cine negro ambientada en la zona norte de los EEUU, allá donde las fronteras entre estados (Minnesota, Dakota del Norte y Dakota del Sur) se desdibujan y donde Canadá es una influencia casi más palpable que la de los Estados Unidos.

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Fargo narraba una historia en apariencia menor: un vendedor de automóviles usados, Jerry Lundegaard (William H. Macy) se encuentra en un brete. Necesita desesperadamente dinero para cubrir un pufo que él mismo ha creado en la empresa, propiedad de su suegro. Gracias a un ex convicto que trabaja en un taller asociado, conoce a Gaear Grimsrud (Peter Stormare) y Carl Showalter (Steve Buscemi), dos criminales con los que traza un plan: secuestrar a su propia esposa y exigir el pago de un cuantioso rescate a su suegro. A partir de este momento, se comienza a cumplir inexorablemente la Ley de Murphy: todo lo que puede ir mal, se tuerce. Y los resultados son devastadores.

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En cierta manera, Fargo es una obra maestra por su falta de ambiciones: un pequeño crimen en una pequeña población perdida en una zona tan vasta como poco definida. Criminales de poca monta, mucha torpeza y más mezquindad que maldad. Uno de esos crímenes que aparecen en un breve de la prensa. Si aparecen. Pero los Coen lo aprovechan para realizar una incursión en la América profunda, esa que rara vez aparece en los medios, y en personajes memorables precisamente por olvidables: hombres débiles, matones de poca monta, asesinos puteros y mucha codicia. En medio, sin embargo, la esperanza: la gente decente que hace su trabajo lo mejor que sabe: como la agente Gundersson (Frances McDormand).

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Fargo cuenta con interpretaciones históricas, un ritmo extraordinario (alguna que otra vez, incluso, a costa de la narración) y una obsesión por mostrar los detalles y atmósferas más deprimentes del lugar, que juega en su contra con escenas que poco o nada aportan ni a la historia ni a la caracterización. Aun así, es una obra maestra.

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Veinte años después, los Coen se ponen a las tareas de producción de una serie de TV que comparte título y ambientación con Fargo. Llamémosla Fargo 1 por ser la primera temporada, pero tengamos claro algo: es una obra cerrada, no una historia que continúa en la segunda. Aunque superficialmente pueda parecer más de lo mismo (eternos paisajes nevados, policías de pueblo decentes intentando resolver crímenes), no podría ser menos cierto. Porque en Fargo 1 hace su aparición el Mal, con mayúsculas.

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Ambientada en 2006, Fargo 1 cuenta la historia de Lester Nygaard (Martin Freeman) un vendedor de seguros a quien, desde el instituto, todo el mundo (y en esto se incluye su esposa) ha pisoteado. Un día llega al pueblo un hombre de misterioso comportamiento (Billy Bob Thornton) y el universo entero de Nygaard cambia al ritmo que se amontonan los cadáveres.

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Uno de los grandes aciertos de Fargo 1 es que, aunque efectúa conexiones con la película, crea su propio mito (que posteriormente explota en Fargo 2) y lo alimenta enfrentando elementos aparentemente dispersos: el blanco de la nieve y el hielo con la oscuridad de los personajes; las largas y rectas carreteras con lo retorcido de quienes las cruzan. Los diálogos son una obra maestra:

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El problema es que te has pasado toda la vida creyendo que hay reglas. Y no las hay. Éramos gorilas. Lo único que teníamos era lo que podíamos tomar y defender.

Todo en Fargo 1 parece insuperable: las interpretaciones (especial mención a la pareja Colin Hanks / Allison Tolman), la dirección, el guión, los diálogos, la fotografía, la música… Sin embargo, pronto descubriríamos que no, que no era insuperable.

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F A R G O (2)

La segunda temporada de Fargo (llamémosla Fargo 2) tenía el listón muy alto. Pero lo superó. Y lo hizo con una maniobra espectacular, de las que todo guionista, director y productor que se precie huye como del Diablo: explica el mito. Explica lo que ocurrió en 1979 en Sioux Falls, y lo hace de un modo magistral. Aquí el Mal campa a sus anchas. Está en la ciudad de Fargo, pero también en Luverne, Minnesota. En cierto modo da igual, porque sucede en un universo mítico propio. Y narra una guerra mafiosa vista desde tres bandas: la de la familia criminal Gerhardt, la de la banda de Fargo y la de Peggy y Ed Blumquist (Kirsten Dunst y Jesse Plemons), una convencional pareja de clase media (él, carnicero; ella, peluquera) que se adentra sin demasiadas contemplaciones en la oscuridad más absoluta.

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Fargo 2 tiene todo lo que hizo grande la primera temporada (incluidas conexiones entre ambas) y más. Tiene poesía (oscura, terrible), homenajes a otros filmes de los Coen (Muerte entre las flores, por ejemplo), muchísimo humor negro y veladas alusiones a la muerte de una época y el nacimiento de otra, la reaganiana, que aún sufrimos en nuestras carnes. Pero, sobre todo, tiene personajes redondos, inconmensurables.

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La aparición (entre absurda y cómica) de elementos sobrenaturales; la de Ronald Reagan e incluso el recurso del cine dentro del cine son momentos que pasarán a la historia de la TV por tratarse de arriesgadísimas apuestas que, sin embargo, triunfan y enriquecen una narración sencillamente soberbia.

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F A R G O – Epílogo

Podríamos decir que Fargo trata, en cada entrega, de un tema ligeramente diferente: en Fargo 0 se habla de la mezquindad, la cobardía y la torpeza, y de cómo estas, en una combinación perfecta, pueden dar lugar a la muerte y el dolor. Fargo 1 trata de cómo un ser humano pisoteado y resentido puede dar (con ayuda de la persona adecuada: en este caso, un auténtico depredador) el saltito al otro lado de la moral. Y cómo ello acumula más cadáveres en las calles. Y Fargo 2 trata de cómo el Mal puede campar a sus anchas y el Bien es absolutamente incapaz de hacer nada contra él. Y de cómo dentro de todos nosotros está la Bestia.

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El universo de Fargo es decididamente pesimista en cuanto a la condición humana, pero no faltan en él las luces morales. En todos los casos, incluso en departamentos llenos de ineptos y corruptos, hay policías decentes, ciudadanos concienciados, personas que, al final, arrojan lo mejor de sí mismas y arreglan un poquito las cosas. Una visión moralista, pero de una moralidad de la gente ordinaria. Una moralidad, digamos, que no huele a sacristía.

 

Por último, hay un factor que une todas las entregas y que (aquí viene el gran sello de los Coen, el malabarismo de un buen guión) pone en marcha todo el mecanismo: los seres humanos estamos sujetos indefectiblemente a las caprichosas leyes del azar. Ése es el gran secreto de Fargo. Y dentro del estrecho abanico de elecciones que la vida nos otorga, cada personaje es libre de decidir si quiere ir hacia la luz o hacia la oscuridad. Si quiere estar con los tiburones… o con todos los barcos en el mar.

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