Ni John Dillinger fue el tipo carismático y glamuroso de las múltiples películas basadas en su vida, ni Robin Hood fue el elegante ladrón y experto con arco que hacía suspirar a las damas inglesas por los bosques de Sherwood. En realidad, por lo que sabemos de ambos personajes, fueron tipos bastante desagradables: rudos, violentos y peligrosos. Sin embargo, como en muchos más casos similares (Bonnie y Clyde, Jesse James) la tendencia a mitificarlos y endulzar la leyenda ha sido más poderosa que la realidad, a menudo indeseable. ¿Por qué? ¿Qué hay dentro de nosotros que nos lleva a sentir simpatía por el Diablo?
En primer lugar, es muy probable que la emoción. Llevamos vidas anodinas, sometidos a la rutina y el tedio, y personajes como estos nos recuerdan que existe siempre una posibilidad (ínfima, minúscula, pero una posibilidad) de arrojarlo todo por la borda y arder con mucha más fuerza… aunque durante mucho menos tiempo. Tampoco es desdeñable cierta atracción por la muerte. Dentro de esa magnífica dualidad Eros-Thanatos que rige nuestra psique, el segundo elemento, Thanatos, es el que más hemos reprimido. Por fuerza: si queremos vivir, así ha de ser, y si queremos vivir en sociedad, más aún. El asesino es solo un suicida extrovertido, dicen, pero ambos son sirvientes de un mismo Amo, encapuchado y con guadaña.
Fotograma de Gun Crazy, película inspirada en Bonnie y Clyde
Sin embargo, tengo la sensación de que hay una vertiente política en todo esto. Me da en la nariz que, más allá de las connotaciones clásicas de la política moderna (izquierdas y derechas) ejemplos como Bonnie y Clyde, como los hermanos Jesse y Frank James o como Billy el Niño nos resultan atractivos porque, contra toda posibilidad, se enfrentan al sistema. Y todos, de un modo inconsciente, sabemos que el sistema no funciona. Que, en realidad, nunca ha funcionado. Que se trata de una gigantesca estafa.
Tanto en el cine como en la literatura hallamos numerosos ejemplos de esta atracción por el diablo. Dejadme recordar (y analizar) solo algunos. Me dejaré en el tintero virtual decenas de ellos, está claro, pero creo que daré con suficientes casos como para reforzar mi teoría. Y si no lo hago, seréis testigos de mi fracaso.
Errol Flynn como el Robin Hood más famoso del cine
Robin Hood sea tal vez el santo varón de los bandidos. Poco se sabe del personaje inicial: existen varios pretendientes al trono de “auténtico Robin Hood”, y todos ellos muestran, por las escasas referencias de que se dispone (documentos de ámbito legal de los siglos XIII y XIV, principalmente) referencias a un salteador de caminos violento y pendenciero. La leyenda comenzó a fraguarse en el siglo XV, aunque es muy posible que las tres primera baladas que nos han llegado de él sean versiones edulcoradas de las originales. Aun así, en ellas Robin es un tipo agresivo y violento. En ninguna de estas baladas Robin reparte nada de lo que gana entre los pobres.
Posteriores historias, a partir el siglo XVI, comienzan este proyecto de idealización del bandido: no es de extrañar, teniendo en cuenta la turbulenta historia de Inglaterra en esta época. Durante los siglos XV y XVI se llega a equiparar, en los festivales paganos de mayo, a Robin con el May King (la atávica figura masculina de la fertilidad) y hay registros de quejas (siempre por parte de nobles y clérigos, perfectamente insertos en el sistema) por este tipo de celebraciones, que derivaban, aprovechando la figura del bandido, en actos de desorden público y motines. Entendámonos: aún no hemos llegado a la versión clásica de Robin y ya se ha convertido en una especie de santo pagano de los disturbios.
El mito se perpetúa: en la piel de Russell Crowe
La deificación del personaje (cada vez menos violento y más cercano a cierto socialismo utópico) irá trazándose desde entonces, gracias a las plumas sucesivas de Shakespeare (Los caballeros de Verona, Como gustéis) Jonson (El pastor triste: una historia de Robin Hood) Parker (La verdadera historia de Robin Hood) Percy, Ritson y, de un modo más notable, Pierce Egan y Howard Pyle, hasta llegar a su forma moderna con el Ivanhoe de Walter Scott.
Inglaterra siempre será un lugar agradecido para con sus bandidos y salteadores de caminos. Sí, es cierto, los torturaba, ahorcaba, despanzurraba y desmembraba, pero posteriormente escribía magníficas historias sobre ellos. Prueba de esto es la magnífica colección de penny dreadfuls y murder ballads que proliferaron desde el siglo XVII, cuando se narraban en baratos pasquines las hazañas de aquellos que iban a ser colgados en Tyburn. La película Plunkett & MacLean (Jake Scott, 1999), libremente basada en la vida de dos salteadores de caminos reales, James MacLaine y William Plunkett, narra especialmente bien todo ese cruel proceso de odio/adoración al fuera de la ley. La existencia de todo un género literario y cinematográfico como las historias de piratas lo corrobora.
Ejecución en Tyburn, Londres, en el siglo XVII
Del verdadero Billy el Niño se sabe mucho menos que lo que se cree que se sabe. Solo sobrevive una foto confirmada y la certeza de que mató a ocho hombres. Ni siquiera se llamaba William: su verdadero nombre fue Henry McCarty (se hizo llamar William H. Bonney a partir de 1877), y nació en Nueva York en 1859. Su primer roce con la justicia fue a los 15 años, y muy poco después era ya un fugitivo buscado. Practicó todo tipo de delitos: fue ladrón, atracador, cuatrero y, finalmente, asesino.
En el caso de Billy, lo que lo convirtió en mito, incluso en vida, fue su corta edad, su violencia y sus repetidas fugas de varias cárceles. Oh, y su asesinato a manos del sheriff Pat Garrett. Sobre todo eso. Porque hay momentos que definen la historia de todos los que se ven envueltos en ellos, y este fue uno de esos momentos. Muchos testigos afirmaron que Garrett, en lugar de ir a detener a Bonney, lo asesinó a traición. Los rumores crecieron hasta tal punto que el sheriff se vio obligado a desmentirlos en su libro La auténtica vida de Billy el Niño. Más allá de que te veas obligado a desmentir a los diversos testigos; más allá de que los expertos consideren el libro una sarta de falsedades, más allá, incluso, de que varios hombres hayan proclamado desde entonces que no lo mataste, y que murió de viejo… Más allá de todo ello, Pat, la marca que te convierte en un desgraciado es que tuviste que poner el nombre de Billy en el título. Eso sí es un fracaso.
Única foto conocida de William Bonney, «Billy el Niño»
El proceso de beatificación de Billy comenzó en 1911 con una película muda dirigida por Laurence Trimble. Desde entonces ha habido películas y seriales para parar el TransContinental, aunque un servidor se queda con el tono crepuscular y contestatario de Pat Garrett y Billy the Kid, de Sam Peckinpah, y con la inolvidable composición de Bob Dylan para el film, Knockin’ on Heaven’s Door.
Los hermanos James, Jesse (izqda.) y Frank
Si en algún lado se busca la definición de bandido, al lado va la foto de Jesse James. Junto con su hermano Frank y los hermanos Younger, protagonizó la historia más triste, y a la vez más violenta, del submundo criminal de la época. Los James pertenecieron al bando derrotado de la Guerra de Secesión. Sin embargo, antes de hacernos una idea equivocada y pensar en los románticos caballeros sureños, es necesario aclarar que en Misuri la guerra civil fue especialmente cruenta: una colección de masacres, salvajismo, torturas, juicios sumarísimos y ejecuciones de familias enteras, llevadas a cabo por ambos bandos. En este marco se comprende mejor la violencia extremada de Jesse James, que comienza cuando, al atracar un banco, y sin mediar provocación, descerrajó un tiro en la cabeza al director de la sucursal: lo había reconocido como uno de sus torturadores, de la época en que fue prisionero de los unionistas.
Así, la posterior carrera criminal de los hermanos James fue también un acto de guerrillas de posguerra. Lo que hoy denominaríamos, tranquilamente, terrorismo. Pero por eso mismo, y por pertenecer al bando perdedor, y por oponerse al sistema, y por morir a manos del «traidor» Robert Ford tras haber resistido el embate de nada menos que los Pinkerton (la agencia de asesinos-a-sueldo-disfrazados-de-detectives), Jesse entró en la leyenda por la puerta grande. En su lápida original, su madre hizo inscribir esta frase: «En amoroso recuerdo de mi amado hijo, asesinado por un traidor y cobarde cuyo nombre no es digno de aparecer aquí».
Las pintazas de Jesse James, bandolero y guerrillero
Como con los bandidos de la Inglaterra de Jorge II, la leyenda de Jesse comenzó casi al instante, en forma de dime novels y folletines. También como en aquellas épocas, hay una murder ballad de autor desconocido que podría constituir el primer gran esfuerzo por convertir a Jesse en santo varón de los bandidos. Pero sin duda, el cine es el medio que más ha contribuido a su hagiografía: recomendables son Sin ley ni esperanza (Philip Kaufman, 1972), Forajidos de leyenda (Walter Hill, 1980), y sobre todo El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2007) la versión históricamente más precisa de la vida y muerte de nuestro hombre. En este filme aparece el maestro de las murder ballads, Nick Cave, cantando la famosa canción… para desespero de Robert Ford, que tiene que escucharla.
De izquierda a derecha: Frank Morris, Clarence y John Anglin
Frank Morris y los hermanos Anglin (John y Clarence) no hubieran sido figuras especiales por los crímenes que cometieron. Ninguno de ellos era violento (los hermanos Anglin jamás empuñaron un arma) ni tenían sangre en las manos cuando se conocieron en la infame prisión de la isla de Alcatraz. En cierto modo, es aquí donde nacen, o, si más no, donde nace su mito. Porque fueron las únicas tres personas que huyeron jamás de ese penal. Y lo hicieron a su manera: con inteligencia y perseverancia.
Es fácil ver en Morris y los Anglin víctimas del sistema. Lo eran. Morris era un tipo extraordinariamente inteligente, y de haber nacido en otras circunstancias hubiera sido un científico de renombre o un genio artístico. Su CI lo situaba en el 3% superior de la escala. Pero nació pobre y se quedó huérfano a los 11 años, y así comenzó un largo periplo por casas de acogida. Lo que en EEUU se denomina «entrar pronto en el sistema». Los Anglin, por su parte, procedían de la extrema pobreza, y ejercían, como sus 11 hermanos y el resto de su familia, de mano de obra itinerante en las diferentes cosechas. En este caso es fácil estar a favor de ellos. En este caso lo difícil es justificar sus condenas.
Bonnie Parker posando y derrochando estilo, año 1933
Tanto da. La historia de su fuga es tan famosa (los muñecos de papel maché y pelo real, los túneles, la balsa hinchable…) que la leyenda comenzó cuando, probablemente, aún no habían abandonado la bahía de San Francisco. La película La fuga de Alcatraz (Don Siegel, 1979) y varios documentales han cimentado la fama de los hombres que cerraron el famoso presidio. Que las autoridades intentasen hacer pasar por suyos restos que no lo eran no hizo sino acrecentar la fama de los fugados. Diecisiete años de investigación por parte del FBI fueron incapaces de hallarlos, pese a los rumores de su aparición en Brasil. Quizás sea mejor así. Quizás se ahogaron en las gélidas aguas de la bahía. Por mi parte, quiero creer que lo consiguieron y que están en alguna playa de Sudamérica disfrutando de la vida. Nadie que luche tanto, tan inteligentemente y tan tenazmente por su libertad merece nada menos.
Bonnie y Clyde en su foto más famosa, 1933
Dime una historia de amor entre asesinos y te responderé Macbeth. Dime una historia de amor entre asesinos con metralletas y la respuesta será siempre Bonnie y Clyde. Como personajes han trascendido todos los límites históricos y se han situado en lo más alto de la mitología popular. Bonnie Parker y Clyde Barrow entraron en esa dimensión legendaria más o menos al mismo tiempo que Robert Johnson cantaba al diablo por los polvorientos caminos del profundo Sur. Durante los tres años largos que estuvieron juntos mataron a decenas de personas (sin hacer distinciones entre civiles y policías) y robaron cuanto banco, gasolinera, tienda de ultramarinos y farmacia encontraron a su paso.
Lo curioso de la historia de Bonnie y Clyde es que la leyenda nació casi al mismo tiempo que cometían sus fechorías. Un país sumido en la más absoluta de las miserias, con gente muriendo literalmente de hambre debido a los juegos de malabares de unos cuantos ricos en la Bolsa, vio de pronto a la pareja como una especie de ángeles vengadores de la clase humilde. Unos ángeles vengadores, además, jóvenes, guapos y enamorados. Si alguien quiere hacerse una idea de lo que fue aquello, solo tiene que mirar Asesinos natos, de Oliver Stone (1994). La prensa estaba a sus pies. La policía iba tras ellos.
Faye Dunaway y Warren Beatty como Bonnie y Clyde
Y como siempre que esto sucede, la policía empleó sucias artimañas: una emboscada mercenaria preparada por seis agentes de diferentes cuerpos, no para capturar a los criminales, sino directamente para asesinarlos. El coche en el que viajaban quedó tan desfigurado tras la salva de disparos (ametralladoras, escopetas y pistolas) que humeaba y tenía pequeños incendios. Los cadáveres de Bonnie y Clyde fueron casi imposibles de embalsamar de tantos balazos como tenían. El sistema no perdona a quienes se burlan de él.
La historia de Bonnie Parker y Clyde Barrow nunca se olvidó, pero, si acaso, se cimentó con la película Bonnie y Clyde (Arthur Penn, 1967) con Faye Dunaway y Warren Beatty como protagonistas. No está de más ver la versión apócrifa de Joseph H. Lewis, Gun Crazy, con Peggy Cummins y John Dall, cargada de un erotismo mucho más sofisticado que la de Penn, y con una fotografía y persecuciones de coches sencillamente insuperables.
John Dillinger: pintas, estilazo y maldad a raudales
Con esto doy por concluida mi exposición. Héroes o villanos, o ambas cosas, siempre nos hemos sentido atraídos por quienes quebrantan un sistema que percibimos, en lo más hondo, como injusto. El mito es hermano de la maldición, y, con la posible excepción de los chicos de Alcatraz, todos nuestros protagonistas se enfrentaron muy pronto a su final. Pero, eso sí, se convirtieron en leyendas. Y nosotros, sencillamente, necesitamos leyendas.