Grumpysodio IV: Los últimos Talibanes

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Confieso que siempre me ha parecido un fenómeno extraordinario: los fans de la saga que a cada nueva entrega se sienten “traicionados” o que creen que la última película ha “traicionado el espíritu original” de la saga. Los talibanes de Star Wars. Los que vivirían viendo la trilogía original en bucle, porque todo lo demás les parece anatema. ¿Todo? No. A la inmensa mayoría les encanta el Universo Expandido, que a mí me pareció siempre una soberana gilipollez y un sacacuartos más que evidente. Porque seamos sinceros: lo que los talibanes de Star Wars añoran es… su infancia.

No perdonan que se hayan hecho nuevas películas y que, de repente, aquello que era su patrimonio exclusivo de friki sea del gusto masivo. Hay que entenderlo: son muchos años soportando burlas y abusos en el colegio como para que ahora los que se reían de uno por gustarle las naves espaciales y los caballeros Jedi lleven a sus retoños al cine y hagan toda una historia de Instagram al respecto. Lo entiendo. El cambio es malo. Envejecer, también.

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Ahora que he soliviantado al 90% de los lectores de Crying Grumpies, voy a proceder a hablar del Episodio VIII. Y, de paso (no puede ser de otra manera) del VII también. Porque mi teoría abarca sobre todo la nueva trilogía. Así que, antes de proseguir:

ALERTA DE SPOILERS A CASCOPORRO.

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Los últimos Jedi es un paso adelante, y bien largo, en la mitología de la “galaxia muy, muy lejana.” Lo es porque alimenta un nuevo modo de contar la historia de la Fuerza, de la lucha entre bien y mal, entre democracia y tiranía, que es de lo que ha ido siempre Star Wars. Y lo es porque reconoce de una vez por todas varios factores.

1) Que es cine comercial y de fantasía, y no ciencia ficción dura.

2) Que de hacer caso a los integristas, se estancaría en las mismas cosas una y otra vez.

3) Que para contar historias a las nuevas generaciones no se pueden ignorar 40 años de cine de fantasía, ciencia ficción y aventuras.

4) Que la historia estaba agotadísima y no cabía hacer una secuela: había que hacer un reboot entero. Aunque sea medio a escondidas.

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Este último punto es importante porque es de lo que se encargó Abrams. Estamos acabando el segundo decenio del siglo XXI, chavalada. No puedes seguir contando historias en las que los protagonistas son invariablemente hombres de raza blanca. Es penoso, es patético, es racista, es sexista y te separa totalmente tanto de tu potencial público como del zeitgeist, del espíritu de los tiempos que corren. A menos que solo quieras contar historias para los nostálgicos. Fíjate qué palabra. Fíjate a quiénes llamamos “nostálgicos” en política española.

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Dicho esto, Episodio VIII tiene fallos, obviamente, como también los tuvo el Episodio VII. Y el VI. Y el IV. Y las precuelas (que fueron, salvo algunas secuencias, un enorme, gigantesco fallo). Lo curioso es que muchos fans se quejan de estos fallos con una saña que nunca mostraron con las películas anteriores (o, ya puestos, con el Universo Expandido, que habría que ver como una inmensa colección de ideas que, por mediocres, jamás entraron en el canon).

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Los integristas de Star Wars se quejan de que en el Episodio VIII los Jedi cobren nuevos poderes que nunca habían existido antes. Toda la parte final, para ser exactos (el duelo entre Kylo Ren y Luke Skywalker). Se quejan de las maniobras en combate de Poe Dameron, que violan las leyes de la física (es de suponer que de la particular física de Star Wars, en la que los rayos láser son visibles y en el espacio se oye el sonido).

Pero no se quejaron cuando en el Universo Expandido a alguien se le ocurrió una espada de luz… negra. O cuando Boba Fett escapó del Sarlacc, contra toda probabilidad. O con la inmensa estupidez del clon de Palpatine. O con el clon sensible a la Fuerza. Ni se quejaron cuando el ejército más poderoso de la Galaxia era derrotado por ositos de peluche con tecnología del paleolítico.

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Como todas las películas, y como todas las entregas de Star Wars, el Episodio VIII tiene un tema principal y un tema secundario. Si en el Episodio VII el tema principal era, lógicamente, los nuevos inicios, los nuevos comienzos, en este caso el tema principal es que lo viejo ha de dar paso a lo nuevo. Por si hubiera dudas: se repite una y otra vez. Mensaje a los integristas: vosotros ya no sois el público principal de estas películas. Hay nuevas generaciones que querrán verlas y pasárselo pipa y soñar con espadas de luz y naves espaciales. Vosotros tuvisteis vuestro momento. Dejad paso a los que vienen detrás.

Y el tema secundario más importante es que los planes fallan. Todo el episodio VIII trata exactamente de eso: de una sucesión de planes (por parte de la Resistencia, por parte de Rose y Finn, por parte de Kylo, por parte de Snoke, por parte de Rey…) que fallan y fracasan una y otra vez. Nada sale en ningún momento como se espera. Y el heroísmo es, justamente, aceptarlo y lidiar con ello.

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Dicho esto: ¿la película tiene fallos de guión? Sí. Los tiene. También ha sufrido un exceso de tijeretazos, que parece ser la auténtica marca Disney. Solo así se puede entender que una película que amenazaba con ser excepcional dentro de la saga, como Rogue One, sea casi incomprensible durante los primeros 30 minutos. ¿La película arriesga demasiado? Sí, y en ocasiones paga el precio. Toda la secuencia de Leia en el espacio sobraba, como la mermelada en las tostadas de mantequilla.

Pero vamos a lo realmente importante: ¿la película entretiene? Mucho. ¿Emociona? También. Es exactamente lo que se le pide a una entrega de Star Wars. No que rompa los cánones del Séptimo Arte, que para eso hay otras historias y otros directores. Ni que siga dando vueltas una y otra vez en torno a lo mismo, como quisieran los ultrafans acérrimos. Es así de simple: cine palomitero para divertirse, con un extra de humor (algo que venía echándose de menos en la franquicia).

A otra cosa.

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