
Comencemos aceptando un axioma con el que, creo, muy pocos estaréis en desacuerdo: si hubo cine de ciencia ficción en los años 80, fue gracias a La guerra de las galaxias. En realidad, el impacto de la película de George Lucas fue uno de los últimos fenómenos masivos de un mundo menos fraccionado que el actual, a la escala, quizá, de Elvis Presley, Sofía Loren o el punk.
Hollywood había sido reticente a contar historias de ciencia ficción desde que la «moda» se fuera apagando en los años 60, tras dos décadas de abundante producción cinematográfica y televisiva tanto a gran escala como en serie B. Ni siquiera el estreno de 2001: una odisea del espacio (S. Kubrick, 1968) hizo cambiar una sensación predominante de que el género se relegaba a un público infantil y, por tanto, poco decisivo.

Parecía que la época dorada del género ya había pasado…
Con La guerra de las galaxias todo eso cambió y de repente las productoras buscaron bajo las piedras argumentos y guiones, muchos de ellos rechazados previamente, con los que saciar la sed de aventuras espaciales de toda una generación: la Generación X, según la bautizó Douglas Coupland. Entre el marasmo de producciones de todo tipo que inundó las carteleras entre estreno y estreno de la trilogía lucasiana, obviamente, hubo de todo. Cuando Hollywood se apunta a una moda suele hacerlo mal y tarde, y no enterarse muy bien de qué va el tema.

Incluso en España hubo intentos de actualizar una producción cinematográfica aún lastrada por cuatro décadas de caudillo. El primero que todo miembro de mi generación recordará fue Óscar, Kina y el láser (J. M. Blanco, 1978), una delirante aventura en que un niño, una oca y un radiador eléctrico que disparaba lásers y hablaba se metían en algún berenjenal que nunca pude entender porque las SEIS veces que nos pasaron la película en mi colegio (sesiones vespertinas en el gimnasio) estuve más entretenido dibujando, mirando a mis compañeras y preguntándome si que el prota fuera siempre con un chubasquero amarillo era una conspiración para que no nos importara que nos pusieran nuestras madres aquella cosa maloliente y calurosa cuando caían cuatro gotas.

De toda aquella serie de pelis que irían goteando en los 80, recuerdo con especial ternura Cazador del espacio: aventuras en la zona prohibida (Lamont Johnson, 1983). Con especial ternura porque fue una de las primeras pelis que fui a ver sin adultos acompañándome, sino con un amigo, y recuerdo que hicimos cola, compramos cocacolas, palomitas y gominolas y nos pusieron esas horribles gafas 3D de dos colores.

La vimos dos veces. No porque fuera especialmente buena, sino porque con el mareo que nos entró entre la sobredosis de azúcar y las gafas aquellas, no nos enteramos de nada la primera vez. El prota era una mezcla de Han Solo y Mad Max interpretado por Peter Strauss, y la chica, la primera de una serie de heroínas marimachotas y adorables, nada menos que Molly Ringwald, de las primeras chicuelas que servirían de referente a la Generación X. Winona llegó mucho, mucho más tarde.

Ese mismo año se estrenó Juegos de guerra (John Badham, 1983), el primer intento de Hollywood de comprender de qué iba eso de la informática, los hackers y los bits. Era un bodrio auténticamente desastroso. Incluso nosotros, pertenecientes a la primera generación de colonos digitales, que apenas nos entendíamos con el BASIC que nos intentaban enseñar en el cole, sabíamos que aquello no había por dónde cogerlo.

Pero nos tragábamos cualquier cosa, hay que decirlo: después de ver cómo Mathew Broderick estaba a punto de desatar la III Guerra Mundial por colarse en el sistema informático del Pentágono, íbamos a casa y mirábamos de otra manera los Spectrums y Commodores.

Al año siguiente se estrenó una de las películas míticas de la década: The Last Starfighter (N. Castle, 1984). Lo tenía todo para representar exactamente lo que nuestra generación demandaba: Alex, un joven de una ciudad pequeña, de familia de clase media-baja, que sólo destacaba en el videojuego de matar marcianitos de la sala recreativa, acababa reclutado como artillero por la Liga Estelar. La máquina de videojuegos era tan sólo una manera de hallar buenos pilotos, y Alex era el único que había conseguido «graduarse».

La película es un batiburrillo de muchas otras, y la influencia de la obra de Lucas es exagerada. Pero la nave es impresionante (al modesto entender de este cronista, la mejor nave espacial de la historia del cine, con diferencia: sólo la Serenity se le acerca) y la película es divertida, entretenida, descerebrada y, en definitiva, todo lo que un chaval de la época querría.

En 1985 vio la luz D.A.R.Y.L. (S. Wincer), una película diferente, precedente en bastantes aspectos de Inteligencia Artificial (Kubrick/Spielberg, 2001), que inauguraría otro subgénero: niño «diferente» de carita angelical pero muy especial con poderes o amigos que los poseen. Y es que en 1982 se había estrenado E. T. (S. Spielberg), y la sombra de Elliott y su bicicleta voladora era muy alargada.

Daryl, un niño amnésico, es adoptado por una familia de clase media. Poco a poco averiguamos que Daryl es la hostia, tiene reflejos superrápidos, hackea ordenadores con la mente y puede pilotar aviones supersónicos: en realidad es un cyborg, un experimento del Ejército que se ha fugado con ayuda de un científico, y al que los militares buscan. Lo que recuerdo especialmente de la película fueron las escenas del SR-71 Blackbird, porque por aquel entonces yo ya era un friki de los aviones.

Cerraremos este recorrido por la cinematografía de ciencia ficción ochentera con Enemigo mío (W. Petersen, 1985), una interesantísima cinta de resonancias pacifistas y sobre todo anarquistas, que recoge el elemento principal de La ayuda mutua, de Piotr Kropotkin. En un siglo XXI a punto de finalizar, los terrestres se encuentran en guerra con una raza de reptiles humanoides llamada «dracos». El prota, el piloto Davidge, interpretado por Dennis Quaid, se estrella en plena persecución de una nave draco en un planeta en el que hay continuas lluvias de meteoritos y una fauna hostil.

Allí se encuentra con el draco al que había perseguido, Jeriba (Louis Gosset Jr., el durísimo afroamericano por excelencia). Ambos se ven obligados a aparcar su enemistad para cooperar si quieren sobrevivir, y la tolerancia da lugar a la amistad. El final me pareció un poco extraño (eh, al fin y al cabo yo sólo tenía 12 o 13 años cuando la vi) pero la película sobresalía de entre la mayoría justamente porque abogaba por un mensaje de fraternidad entre pueblos. En 1985 no se veía cerca el final de la Guerra Fría, así que tenía más mérito.
Epílogo
Sí, ya sé que me dejo películas como Mad Max, Alien, Predator o Tron. Pero esas son películas seminales, originales, creadoras más que seguidoras de un subgénero. En la próxima entrega hablaremos del cine de capa y espada de la misma época. Y ahí también hay mucha tela por cortar y mucha nostalgia por desempolvar. Salud.